jueves, 16 de febrero de 2012

Feinmann y el reparto de la culpa

"Podríamos pensar la historia que va de 55 al 76 por medio de una pregunta: ¿Qué fue lo que se hizo, qué fue lo que no se hizo para evitar el golpe de 1976? O también: ¿por qué la historia argentina termina por conducir a un imperio de la muerte que establece en el país más de trescientos campos de concentración? ¿Cómo fue posible ese horror? Es perfectamente correcto plantear la cuestión de este modo. Y no es la primera vez que se propone. No sé si se ha propuesto en nuestro país, pero, teóricamente, el antecedente que tenemos es el modo en que la filosofía piensa Auschwitz o el nazismo. Por ejemplo: un libro como Dialéctica del Iluminismo de Theodor Adorno y Max Horkheimer encuentra un devenir incontenible entre las luces de la Razón que encarna la filosofía del Iluminismo y la razón instrumental (el concepto eje que establecen Adorno y Horkheimer) que encuentra en los campos de la muerte su aplicación impecable. Walter Benjamin, en las Tesis de Filosofía de la Historia, describe el Angelus Novus, al Ángel de la Historia, mirando hacia atrás y horrorizándose: no ve en ese páramo de horrores el desarrollo de la racionalidad, de la cultura, sino un pasaje de ruinas, una catástrofe, la historia como catástrofe. Si uno se detiene lo necesario en un libro tan notable como La Historia desgarrada, ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales, de Enzo Traverso, verá que el autor ya encuentra en Kafka la prefiguración del horror. Kafka no narra el horror del nazismo, desde luego, no habría podido hacerlo, pero ya en él late algo, algo que nos dice que cualquier ciudadano puede ser condenado sin que conozca de qué se lo acusa, típica situación que se vive en el Estado Terrorista. En cuanto a la configuración del horror en la cultura alemana el trabajo se ha hecho cuidadosamente. Desde el Hegel que dice que lo Absoluto pasó entre los judíos y éstos lo desconocieron, o los Discursos a la nación alemana de Fichte, o el primer Tratado de la Genealogía de la moral de Nietzsche con su descripción de la bestia rubia germánica, hasta Bismarck y su ímpetu prusiano, el fracaso de los espartaquistas, el Tratado de Versalles, la República de Weimar, los extravíos de la socialdemocracia, la inflación, la desorientación de los comunistas, todo parece llevar a la entronización de la catástrofe en 1933. No queda casi nadie que no cargue con su culpa. Y, de hecho, Karl Jaspers ha hecho un estudio sobre la culpa alemana (…) Sólo quiero, por ahora, decir: algo tiene que haber fracasado muy profundamente en un país para que se lleguen a implantar en él trescientos campos de concentración. Todos sabemos quiénes levantaron esos campos. Pero depositar todo el horror ahí sería muy fácil. Algo hicimos mal todos para que eso ocurriera. Objeción inmediata, casi mecánica: ¿no implica esto reemplazar la teoría de los dos demonios por la de los muchos demonios o por la del enano fascista que todos llevamos adentro? Rechazo esto. Es simplista y, sobre todo, lleva a la cómoda situación de librarse de la búsqueda de la propia responsabilidad en una catástrofe. No se trata de equilibrar la culpa. Entre el general que instrumentando el poder del Estado arma un campo de concentración y el guerrillero que es torturado en él no hay equivalencia alguna. Dicho esto, quiero decir otra cosa: la teoría de los dos demonios suele terminar por transformarse en una traba, en una amenaza y hasta en un chantaje cuando se piensan estos temas. Nadie tiene camisa de protección en esta historia. Perón, basándose en sus ideas de la comunidad organizada, solía decir: “Nadie se realiza en una comunidad que no se realiza”. Es correcto. También lo es que en una comunidad que no se realiza, todos han hecho algo para que eso ocurriera. No han hecho lo mismo, sin duda. Pero el análisis debe partir de esa certeza: ¿por qué, entre el desarrollo histórico que va de 1955 a 1976, no se pudo evitar el país concentracionario, el país de la Muerte?".

Feinmann, José Pablo. Peronismo. Filosofía política de una persistencia argentina. Planeta. Buenos Aires. 2010. Pp. 334 y 335.

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