domingo, 5 de agosto de 2012

El país de La Nación

En dos editoriales seguidas, la empresa de los Mitre y Saguier deja asentado su relato sobre la realidad social, política, económica de la Argentina, como queriendo plantar una bandera discursiva para enunciar su default, su piso mínimo desde el cual hablar. Prenociones, prejuicios y postulados a los cuales no renunciará jamás aunque le presenten estadísticas y experiencias vivas en contrario. Hasta se puede notar un sincero "Ya hemos renunciado a demasiado. Pero a esto no".
"La democracia es mucho más que un simple procedimiento formal para la elección de los gobernantes mediante el voto popular. Es un sistema que aspira a construir una identidad común que supone, esencialmente, el respeto por los derechos de todos los ciudadanos y la consiguiente realización efectiva del pluralismo político.
Exige también la observancia irrestricta del Estado de Derecho, que se basa en la limitación y división del poder entre los órganos del Estado mediante un sistema de frenos y contrapesos tendiente a lograr un equilibrio que impida el abuso de las potestades que ejercen los gobernantes sobre los individuos y las distintas organizaciones sociales y económicas.
La pieza central que permite el funcionamiento armónico de cualquier democracia, sobre todo cuando el partido gobernante cuenta con mayoría parlamentaria, es la independencia del Poder Judicial, establecida para asegurar los derechos y garantías constitucionales y el principio de legalidad, tanto respecto de los conflictos entre privados como los que suele generar la acción del Estado.
Lamentablemente, desde los sucesivos gobiernos kirchneristas se ha convertido en culto la práctica de imponer, en detrimento del pluralismo democrático, un pensamiento único cuyo ciego acatamiento es condición necesaria para la ayuda del Estado, la sobrevivencia política de los dirigentes y gobernantes, el éxito de los empresarios y sindicalistas, la subsistencia económica de una provincia, la designación de jueces, la distribución de la publicidad oficial y los precios de la economía, entre otras muchas cuestiones relevantes.
La personificación del poder es parte del proceso de identificación del Estado con el partido gobernante, constituyendo una de las formas típicas del Estado totalitario, ahora teñido de una suerte de religión populista, cuya jefa espiritual, a tenor de los dichos del propio vicepresidente, Amado Boudou, es la primera mandataria de la Nación. Mientras tanto, aunque con algunas libertades y derechos inexistentes, el país entra en muchos terrenos que nos están conduciendo a graves problemas sin que la Presidenta parezca darse cuenta de lo que está ocurriendo.
La inflación incontenible, provocada por el desmadre del gasto público y la política monetaria expansiva, nos sitúa junto a Venezuela en una de las escalas más altas de América latina, cuando el mundo se encuentra en recesión. Unida a la situación de inseguridad provocada por el auge de una delincuencia altamente organizada que cuenta a su favor con leyes benignas y jueces dispuestos a dejar rápidamente en libertad a asesinos, ladrones y violadores, está provocando un cóctel explosivo.
Vamos, además, hacia una economía cerrada con cada vez mayores controles de precios, prohibiciones de comprar divisas y restricciones al comercio exterior que exceden cualquier test de razonabilidad y proporción y que provocará, sin duda, el ya conocido efecto sobre el empleo, aumentando la pobreza y la marginación social.
Vivimos en medio de una corrupción cuyo rasgo saliente es la impunidad de la que gozan distintos funcionarios investigados por jueces, en operaciones en las que estarían comprometidos desde Boudou hasta ministros y secretarios de Estado, que en cualquier país republicano y democrático hubieran provocado su renuncia o destitución.
El gobierno del pensamiento único ha realizado en estos últimos años un ataque frontal a la libertad de expresión mediante la adjudicación arbitraria de la publicidad oficial y la persecución a empresarios y periodistas. Hizo sancionar, además, una ley de medios que le permitirá ejercer el control político del sector mediante medidas arbitrarias y restricciones indirectas a las libertades de prensa y de expresión, como lo ha puesto en evidencia al promover el dictado de otra ley que hará posible controlar la producción, importación y venta de papel para diarios.
En lo institucional, ya no se trata de bregar por la mejora de la calidad, sino de salvarnos de la destrucción del Estado de Derecho. A las continuas violaciones de la seguridad jurídica o de las libertades económicas y sociales, se añade la presión que ejerce el Gobierno sobre el Poder Judicial y el Consejo de la Magistratura, aunque es cierto que hay jueces que resisten con dignidad el embate del poder político sobre sus decisiones.
Se trata de la repetición de una historia conocida, aunque rectificada por el propio general Perón en su tercera presidencia, cuando procuró desmontar la ideología del pensamiento único al expresar que para un argentino no había "nada mejor que otro argentino", y que no era conveniente realizar reforma constitucional alguna, sino mantener la Constitución histórica de los argentinos, que no fue hecha a medida de un solo partido. Así, al volver al país, el líder del justicialismo bregó por la unión nacional sin rencores y combatió las organizaciones terroristas en las que entonces militaban algunos de los que ahora rodean y asesoran a la Presidenta.
Esos objetivos no parecen ser los que animan la acción de un supuesto modelo donde no hay otras ideas e instrucciones que las que emanan de la persona que encabeza el partido gobernante y donde no se ve rastro alguno de independencia, sino de absoluta sumisión de parte de los funcionarios públicos.
La paradoja es que el actual gobierno, bajo la carátula justicialista, pretenda volver con renovada virulencia a un pasado que heredó del fundador de su partido, ignorando que éste, hacia el fin de su vida, tuvo la virtud de rectificarlo. Esa es parte de la herencia que nos dejará a todos los argentinos: un país con una democracia sólo electoral, con la economía destruida y con una corrupción creciente donde el Estado de Derecho, en lugar de cumplir la función de garantizar las libertades ciudadanas, se ha convertido en un principio formal concebido al servicio del pensamiento único.
Los graves retrocesos en materia de calidad institucional y a las innecesarias complicaciones económicas que están creando el asfixiante intervencionismo estatal y los abusos y desvíos de poder, hay que sumar la peor parte de herencia que nos está dejando el actual gobierno: la corrosión de una sociedad por los odios, las divisiones y los enfrentamientos artificiales generados por quienes, paradójicamente, deberían, por el propio mandato constitucional, procurar la consolidación de la unión nacional y la paz interior.
Ninguna sociedad enfrentada por divisiones, odios y antinomias podrá marchar pacíficamente por la senda del progreso. La historia argentina ha estado en distintos momentos signada por conflictos de ese tipo que provocaron un enorme daño a la Nación. Cuando todo parecía estar dado para superar esa clase de disputas, los últimos años depararon inesperados intentos de división: campo contra ciudad, ricos contra pobres o "progresismo" contra "la derecha" fueron algunas de las nuevas y absurdas antinomias acuñadas y alimentadas desde sectores políticos oficiales.
Viejísimas apelaciones contra supuestas oligarquías e imperialismos y acusaciones de "destituyentes" o "golpistas" contra quienes disintieran de las políticas del Gobierno han estado a la orden del día en los últimos tiempos, junto con peligrosas referencias a una presunta lucha de clases que dista largamente de estar en el sentimiento de la inmensa mayoría de los argentinos.
Se fue perdiendo así la oportunidad de avanzar hacia un escenario político y social en el que prevaleciera la voluntad de construir acuerdos sólidos y estables, a partir de consensos que se tradujeran en políticas de Estado para resolver los problemas más acuciantes del país.
La revisión del pasado trágico de la Argentina sin tener presente que nuestra sociedad sufrió embates de violencia de diferente signo fue un primer paso para sembrar la semilla de la división. Cuando se cree que el ideal de justicia debe estar al servicio de una concepción política o ideológica unilateral, se pierde el sentido de la justicia.
Perseguir a quienes fueron responsables del terrorismo de Estado sin siquiera admitir que también existió la violencia terrorista de organizaciones guerrilleras, que no estuvieron exentas de cometer delitos de lesa humanidad, no parece moralmente lícito. Su resultado no fue otro que la expansión de los odios y los resentimientos, a partir de una suerte de búsqueda de venganza ideológica.
El ascenso a los primeros planos en su relación con el Gobierno de figuras como Hebe de Bonafini, que extendieron su mensaje de odio tras aplaudir actos terroristas como el que provocó la destrucción de las Torres Gemelas en Nueva York y alrededor de 3000 muertos, distó de ayudar al afianzamiento de la concordia nacional. Tampoco la utilización por parte del Gobierno de fuerzas de choque dirigidas a "ganar la calle", entre las que se destacaron dirigentes como Hugo Moyano -ahora enfrentado con las propias autoridades nacionales- o Luis D'Elía, quien hizo famoso su "odio" por "los blancos del Barrio Norte".
El estilo de crispación y agresividad, como la estrategia de construir poder por medio del conflicto y la permantente creación de enemigos, que caracterizó al gobierno de Néstor Kirchner alentó las persecuciones y cimentó un clima de miedo y de más resentimiento. Su sucesora, en lugar de bregar por una apertura, no hizo más que profundizar ese estilo de gestión y alentó ataques contra periodistas y directivos de medios que se resistieron a silenciar sus disidencias o a dejar de mostrar hechos que pudieran empañar la imagen de su Gobierno.
Hubo, con todo, un importante margen de maniobra como para que quienes tienen el deber de conducir el destino político de la Nación rectificaran sus errores. La hora de la celebración del Bicentenario hubiera sido el momento más propicio para facilitar el reencuentro y la reconciliación de los argentinos. Sin embargo, no hubo voluntad oficial por avanzar en esa dirección.
En más de una oportunidad, la jefa del Estado realizó llamamientos a la unidad nacional. "Quiero superar esa Argentina enfrascada en discusiones que nos dividieron y enfrentaron. Tenemos que superar esa manía nuestra de dividir", afirmó en marzo de 2011. Tanto este como otros llamados semejantes invariablemente terminaron en más ataques de la propia Presidenta a quienes disienten de su proyecto o simplemente opinan distinto.
Lamentablemente, parece prevalecer hoy en quienes nos gobiernan una mirada extraviada, que concibe que el éxito de sus medidas o, más aun, de su particular proyecto de poder, requiere necesariamente de la provocación a ciertos sectores sociales o económicos y del crecimiento de la conflictividad. Se trata de una lógica perversa que, lejos de procurar consensos, sólo avanza hacia la profundización de las divisiones y que hasta amenaza con recrear procesos de violencia, basados en sentimientos revanchistas amparados en disputas ideológicas.
La siembra del odio es siempre inmoral y, por tanto, condenable. Mucho más cuando proviene de quienes, desde lo más alto de las responsabilidades públicas, deben servir de modelo para el afianzamiento de la unión nacional y de una democracia verdadera, sustentada en el diálogo, el respeto, la tolerancia y el pluralismo de ideas".
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